En su estudio sobre el ahora, Lyotard toma como referencia inicial al pintor-escultor vanguardista Barnet Newman. A su primera serie de esculturas, el artista las titula: Here I, Here II y Here III, dos de sus cuadros se titulan Now, y tiene un ensayo publicado en 1948 llamado The Sublime is Now (“Lo Sublime es Ahora”). Así, Lyotard da inicio a su propuesta estética profundizando en lo que quiso decir Newman cuando utilizó dicha categoría para referirse a sus obras en conjunto con su vinculación a lo sublime. Demarcando su abordaje, el autor de Lo inhumano establece una distancia con respecto a los estudios previos de la filosofía sobre el “ahora” e introduce su propia noción.

Con seguridad, Newman no podía pensar en el “instante presente”, el que trata de mantenerse entre el futuro y el pasado y se hace devorar por ambos. El ahora es uno de los “éxtasis” de la temporalidad analizados desde Agustín y Husserl por un pensamiento que intentó constituir el tiempo a partir de la conciencia. El now de Newman, now a secas, es desconocido para la conciencia, que no puede constituirlo. Es más bien lo que la desampara, la destituye, lo que aquélla no logra pensar e incluso lo que olvida para constituirse a sí misma. Lo que no llegamos a pensar es que algo sucede. (Lyotard, 1998, p. 96).

El ahora es de este modo, el acontecimiento previo a cualquier pensamiento que pueda llegar sobre este. Sucede calladamente; es lo que Lyotard entiende como el signo que viene antes de la interrogación, que una vez formulada, implicaría el cierre del acontecimiento que sucedió y por lo tanto la pregunta por este: el “¿qué paso?”. El signo, más bien, da cuenta del simple sucede. De este modo, se entiende el “desarme del pensamiento” que Lyotard refiere al puro y simple acontecer. Mediante las disciplinas avocadas a esta actividad – la del pensamiento- como la misma filosofía y la literatura, se supone siempre un estudio sobre lo que ya se ha dicho o determinado, con el fin de continuarlo, de superarlo o de reflejarlo (Lyotard, p. 96). Es decir, siempre se conoce o se sabe algo que es lo estudiado; se recibe la materia determinada sobre la cual se agregará algo más. Este algo más, implica entonces, la cuestión destacada por el autor; que no todo está dicho. “…esta agitación, en el sentido más noble, sólo es posible en la medida en que queda por determinar algo que aún no lo ha sido” (Lyotard, 1998, pp. 96-97).

En la tradición de las disciplinas inscritas en esa “actividad del pensamiento”, manifestadas en las corrientes y las Escuelas, se entabla un tipo de relación con el tiempo. En las mismas reglas de transmisión de saberes a través del lenguaje oral o escrito, se presupone siempre un orden de sucesión, una relación de lo determinado con respecto a lo que está por determinarse. Lyotard toma esta temporalidad de los saberes, y la concibe de igual manera con el arte. “Luego de una obra pictórica, hay otra que es necesaria o está permitida o está vedada. Luego de tal color, tal otro, luego de tal trazo, tal otro” (Lyotard, 1998, p. 97). En el fondo de la cuestión de esta elaboración de saberes o de obras que suceden, hay un peligro que siempre asecha en el momento de la creación, cuando el escritor, por ejemplo, se encuentra frente al papel en blanco. Hay un miedo en el instante de la posible prolongación de lo previamente determinado: que no suceda, o mejor dicho, que no termine de suceder, que se quede en el signo antes de la interrogación –¿sucede?-.



…tanto uno como otro olvidan esta posibilidad: que no suceda nada, que falten las palabras, los colores, las formas o los sonidos, que la frase sea la última, que el pan no sea cotidiano. Esta miseria es aquella a la cual se enfrenta el pintor con la superficie plástica, el músico con la superficie sonora, el pensamiento con el desierto del pensamiento, etcétera. No sólo ante la tela o la página en blanco, al “comienzo” de la obra, sino cada vez que algo se hace esperar y por lo tanto suscita una cuestión, en cada signo de interrogación, en cada “¿y ahora?”. (Lyotard, 1998, p. 97).


En sintonía con las consideraciones de Barnett Newman, Lyotard asocia ese vacío del ahora, en el que nada sucede hasta un término, al sentimiento de lo sublime. Por un lado, el signo de interrogación puesto sobre el acontecer que es el ahora suscitado del encuentro con lo indeterminado, lleva consigo la angustia generada por el estado de suspenso. Esta es la sensación que provoca la espera en su sentido más negativo y “simple”; la postergación indefinida de cualquier –ningún- desenlace que inquieta. Pero a su vez, explica Lyotard, a esa angustia le acompaña una sensación de placer, surgida de cara a lo desconocido por la llegada de ese sucede que impacta y confirma el ahora. De este modo se introduce a lo sublime estudiado por Lyotard como el sentimiento que alberga la contradicción entre dolor y placer, entre angustia y alegría. Además, valiéndose de las ideas de Newman, reubica al sentimiento, en cierto modo, apartándolo de las consideraciones que iniciaron su estudio a partir de los siglos XVII y XVIII. La postura de Newman le sirve a Lyotard para idear un arte de lo impresentable y de lo indeterminado al que le corresponde propiamente el sentimiento de lo sublime. Según el artista, la obra de arte es concebida como el “lugar” de ese ahora indeterminado, cuya simpleza e impacto inhabilitan al pensamiento y a la inteligencia, quedando sólo como testimonio o signo de la ausencia, del acontecimiento irresoluto que agita al espectador. La vanguardia es lo que expresa, para el autor, el mejor ejemplo de constitución de la obra como arte sublime.


Bajo esta relación necesaria entre el sentimiento y lo impresentable, es que Lyotard fundamenta su estudio sobre el estatuto de la obra de arte en su actualidad, ya separada de las artes regidas por la tekné, de la producción de obras atadas a la reglamentación impartida en talleres y escuelas, que además eran accesibles a cierto público y así, armonizaban con el orden social y cultural que distribuía los talentos.



El público ya no juzga con los criterios de un gusto regido por la tradición de un placer compartido: individuos desconocidos por el artista (el “pueblo”) leen libros, recorren salas de los Salones, se apiñan en los teatros y conciertos públicos, son presa de sentimientos imprevisibles, pasmados, admirativos, despreciativos, indiferentes. (Lyotard, 1998, pp. 101-102).


Como se decía anteriormente Lyotard aproxima en su análisis lo sublime al ahora desprendido de la obra de Newman. Para comprender este acercamiento, es necesario establecer cabalmente, además de las sensaciones involucradas –placer y dolor- correspondientes a lo sublime, el modo en el que lo indeterminado sobrecoge al ánimo. Una de las reflexiones que más influencia ha tenido dentro del pensamiento occidental en torno a este sentimiento, es la que Kant suministra en conjunto con su ardua y profunda sistematización de las facultades del sujeto cognoscente y sensible. En principio, Lyotard retoma el pensamiento del autor de la Crítica de la facultad de juzgar para resaltar la noción de lo sublime como placer generado del padecimiento. Lo sublime es pasión que produce una fatiga. Sin embargo, para Kant, luego de este sobrecogimiento se da una afirmación, un relevo de aquello que padece y pierde al interior del sujeto. Frente al objeto de tal sentimiento -una montaña, un volcán en erupción o el “océano enfurecido”- la imaginación no puede alcanzar su representación plena; se queda corta ante la exigencia del entendimiento que forma la idea de lo percibido. Pero, en el impactante descubrimiento de esta limitación, surge el placer generado por la confirmación de una magnitud hallada en la razón que rebasa la inmensidad ofrecida de modo fallido a la imaginación desde lo sensible, elevando la dignidad de ese espíritu autónomo al superar y dominar, mediante dicha facultad, el poderío amenazante de la naturaleza y su magnitud.


Pues así como en la inmensidad de la naturaleza y la insuficiencia de nuestra facultad para adoptar una medida proporcional a la estimación estética de magnitudes de su dominio, encontrábamos nuestra propia limitación, pero también, a la vez, en nuestra facultad racional, una distinta medida no sensible, que tiene bajo sí a aquella misma infinitud como unidad, frente a lo cual todo en la naturaleza es pequeño, y así como, por lo tanto, hallábamos en nuestro ánimo una superioridad sobre la naturaleza aun en su inmensidad. (Kant, 2006, p.196).


De este modo, para Kant la conmoción o la amenaza ocasionada por el impacto de lo inconmensurable del océano enfurecido o del huracán devastador, es repatriada hacia la ley que rige la autonomía del hombre que se eleva sobre la naturaleza. Esta ley, descansa entonces, sobre una infinitud mayor e independiente: la infinitud de la Idea. El pesar pasa a ser un placer, una celebración, si se quiere, del poder de la facultad racional.


En el caso de Lyotard y su estudio sobre el arte de vanguardia, la noción de lo sublime adquiere otro sentido diferente al de Kant. El interés por el ahora, o por el “¿sucede?” invita, para el primer autor, a replantear el valor de lo sublime con respecto al arte. Para él, más bien, el sentimiento debe entenderse como lo planteó Edmund Burke dentro de su propuesta estética, o sea, en un sentido estrictamente negativo. Si bien debe mantenerse el núcleo paradójico que da pie a lo sublime como mezcla de dolor y placer, según el autor irlandés, y por lo tanto según Lyotard, su origen radica en el puro padecimiento del espíritu. En primer lugar, este sufrimiento del “alma” –terror- se encuentra vinculado a la privación, a la suspensión de todo acontecimiento, que se entiende dentro del léxico de Lyotard como lo terrorífico del sucede que no sucederá.



… y el asombro es aquel estado del alma, en el que todos sus movimientos se suspenden con cierto grado de horror. En este caso, la mente está tan llena de su objeto, que no puede reparar en ninguno más, ni en consecuencia razonar sobre el objeto que la absorbe. De ahí nace el gran poder de lo sublime, que, lejos de ser producido por nuestros razonamientos, los anticipa y nos arrebata mediante una fuerza irresistible. (Burke, 2010, p.85).


De esta manera, se da a entender la aparición del terror gracias a la privación. Bajo esta aparición, el pensamiento que versaría sobre el acontecimiento sucedido queda anulado, o al menos postergado indefinidamente, al quedar suspendido por la gravedad del padecimiento ejercida sobre el espíritu. En este sentido, se efectúa ese ahoraen el que no pasa nada, donde aquello que ocurría ya no ocurre. La razón se encuentra en vilo, y sobre el “alma” no hay más que pasión. Sin embargo, además del terror, debe sumarse el placer, necesario para que ocurra el sentimiento de lo sublime. Para Burke, el “deleite” se produce cuando la amenaza se encuentra a cierta distancia, contenida o suspendida en algún lugar donde se restrinja su acoso o su impacto. Así, se constituye la “privación de segundo grado” característica de lo sublime que menciona Lyotard: “el alma está privada de la amenaza de ser privada de luz, lenguaje, vida” (Lyotard, 1998, p.104). Estos últimos representan los casos de aquello que venía sucediendo y luego sucumbe ante la suspensión generada por el impacto. El arte –la vanguardia- es lo que aleja la amenaza y la deja suspendida como obra, invitando al ánimo a “agitarse entre la vida y la muerte, y esta agitación es su salud y su vida” (Lyotard, 1998, p.104). Es así, entonces, como el autor, concibe el nuevo estatuto artístico que inauguran las vanguardias. Toma a Picasso, Braque, Klee, Manet y a otros más, como precursores de la desviación del arte y su anterior pretensión figurativa.

El artista intenta combinaciones que permiten el acontecimiento. (…) La obra no se somete a modelos, trata de presentar lo que hay de impresentable; no imita a la naturaleza, es un artefacto, un simulacro. La comunidad social no se reconoce en las obras, las ignora, las rechaza como incomprensibles, y luego acepta que la vanguardia intelectual las conserve en los museos como huellas de tentativas que prestan testimonio del poder del espíritu y su indigencia. (Lyotard, 1998, p.105).

El punto central de la propuesta de Lyotard acerca del arte sublime como “nuevo arte” de su tiempoo, se encuentra en la idea de la obra como perturbación del pensamiento por la absorción del ahora y la evocación de “sentimientos extraños”. Este papel le sirve además, para fundamentar el deslastre del perfeccionismo y la ley mimética de las bellas artes, que fungían como reflejo de la comunidad; es ese mismo régimen que Jacques Rancière califica como régimen representativo y que vino o se consagró antes del régimen estético. El sentimiento de lo sublime, es la nueva huella del arte, desde la que se confirma el impacto de lo impresentable. “El intento vanguardista inscribe la ocurrencia del now sensible como lo que no puede presentarse y queda por representar en la declinación de la gran pintura representativa” (Lyotard, 1998, p. 107). Así, la vanguardia constituye un modo de ser del arte en función de la ruptura con lo temático y la suspensión de todo lo identificable.

Además, Lyotard piensa a lo sublime de las vanguardias dentro de una correlación con el marco de la economía de mercado de su tiempo. Para él, este arte tiene lugar como respuesta o búsqueda por parte de los artistas ante la presión y la influencia que ejerce la economía mercantilista sobre la información, el consumo y el trato cotidiano con las “apariencias”. La experiencia humana se encuentra motivada por los modelos de una sociedad consumista, que hacen de la vida un lugar para la satisfacción de necesidades y expectativas entendidas como garantías de una vida acomodada y exitosa. Por otro lado, la información dirigida a un público, siempre renovada, a manos de los medios y del poder introduce siempre un suceder, una información que ya está dicha y se ofrece al dominio de todos, permitiendo con su término, el surgimiento de otra, de la novedad siempre posible. “La disposición de la información pasa a ser el único criterio de importancia social” (Lyotard, 1998, p. 109). La vanguardia que interroga al sucede, suspende el flujo de informaciones y de manipulación de datos al volver al puro acontecimiento del ahora. Se muestra la otra cara de la ansiedad capitalista por la innovación, por el consumo de información, por “hacer que las cosas sucedan” como dice Lyotard. La tarea política de disenso atribuida a la vanguardia por él, consiste, en primera instancia, en el desarme del pensamiento y de las expectativas depositadas en la apropiación de los sucesos que transcurren continuamente y se inscriben dentro de una temporalidad propia del capitalismo.

Dada esta ocurrencia del arte sublime descrita por Lyotard, en donde prevalece el signo antes de la interrogación, el ¿sucede?, antes del ¿qué sucede?, es necesario abordar la cuestión de la presentación. Es decir, siendo el arte siempre un modo de presentación, ¿cómo puede haber arte de lo impresentable?


Quedó establecido que el desarme del pensamiento –espíritu- se da por el encuentro con lo impresentable, con una materia privativa donde se anuncia lo que es inasible para toda comprensión o discriminación: dentro del sentimiento de lo sublime el espíritu aún padece porque nada termina de acontecer, nada termina de ofrecérsele. En el caso de Kant, el espíritu afirma su dominio sobre la naturaleza, porque la medida de esta ya no le incumbe, como si le incumbe en el caso de lo bello, cuando ambos –espíritu y naturaleza- entran en armonía, juegan. La visión kantiana de lo sublime enaltece la medida y el poder de la facultad racional, cuando la imaginación cede ante la imposibilidad de presentarse por su propio medio la inmensidad de la naturaleza. Tal agotamiento, conlleva al placer de saberse autónomo, de confirmar la supremacía de la idea sobre la dimensión de las formas y los padecimientos sensibles. El bienestar dentro de lo sublime, radica en el mero anunciamiento de la razón, del espíritu que sabe de sí mismo. Según el análisis de Lyotard sobre las vanguardias, la escena kantiana sufre una inversión; el espíritu es puesto en deuda por el sucede vuelto sobre sí mismo (la presencia), indiferente a cualquier facultad y a cualquier idea.


El arte ya no busca presentar la forma ofrecida al entendimiento, que logra reunir sus elementos y apreciar su composición. Busca, más bien, lo que Lyotard entiende como materia; la presencia sola despojada de toda finalidad y determinación. Dicha materia es considerada, en el caso de la pintura y la música, como el matiz y el timbre. El primero refiere a la variación entre las diferentes determinaciones de un mismo color. Un color puede presentarse en un óleo o en una acuarela, pero según cada presentación varía por el matiz, explica Lyotard. No es el color particular reconocible en una composición, es la materia inmaterial gracias a la que se reconoce la diferencia entre una determinación u otra. El timbre tampoco es la nota musical. Es lo que permite la variación del sonido entre una nota tocada por un violín y una tocada por una flauta, sin ser dicha nota –lo presentable-.


El matiz y el timbre son lo que difiere, en los dos sentidos de la palabra, lo que hace la diferencia entre la nota del piano y la misma nota en la flauta, y lo que por ende difiere también la identificación de esa nota. (Lyotard, 1998, p.144).


Esta materia que no está presta a la determinación, se encuentra así, fuera de la normativa del entendimiento, que desde el concepto puede captar al objeto como aquello que se le presenta. La “materia inmaterial” señalada por Lyotard, al no estar dispuesta a la receptividad del entendimiento, ni revestida por la inteligibilidad del objeto deja al espíritu en suspensión y lo hace padecer. Este se encuentra frente a una presencia¸ es decir, frente a aquello que está antes de toda captación, colocándose como testigo desamparado de un algohay algo-. Sirviéndose del pintor Matisse o de Cézanne, Lyotard habla de la búsqueda en la pintura por constituir la materia, al dejar a un lado el uso del color como relleno de formas que busca cubrir el lienzo.

La apuesta es, al contrario, comenzar o tratar de comenzar aplicando una “primera” pincelada de color, dejar que se produzca otra, luego otro matiz, y permitir que se asocien según una exigencia que les es propia y que se trata de sentir, pero no de hacerse dueño de ella. (Lyotard, 1998, p. 145)

Dentro de esta tendencia, se pierde el ímpetu pictórico y artístico por la actualización de la forma. El color se resiste a esa dirección hacia la captación del entendimiento, y conquista desde el trazo del pincel que no responde al relleno o a la composición, su propia materia, su matiz, que recaerá sobre el espíritu como acontecimiento inaccesible a sus mecanismos.

El sentimiento de lo sublime, queda expuesto según Lyotard, como el padecimiento del espíritu a través de su encuentro inhabilitante con la materia inmaterial. La paradoja trágica, expuesta por el autor detrás del sentimiento, consiste en la incompatibilidad entre el interés del espíritu y el de la materia. El ánimo conmocionado, no puede avanzar en su tendencia cuestionadora al toparse con lo que no ofrece nada al cuestionamiento. “Es la presencia en cuanto impresentable al espíritu, siempre sustraída a su influjo” (Lyotard, 1998, p.146). Lo que el autor denomina “la Cosa”, es ese poder extraño que pone en jaque al espíritu, imposibilitando cualquier actividad que le permita el avance en la relación de interrogación con el Otro donde el sujeto busca celebrar su unidad. Es también aquella alteridad radical propuesta por Lacan: la Cosa detrás del deseo que le cierra las puertas a la significación. A partir de la estética de lo sublime de Lyotard, aparece el punto de sumisión del espíritu frente a la alteridad velada, a través de la representación de lo impresentable. Ocurre una experiencia estética de la servidumbre hacia el Otro que no se ofrece, pero sucede.



Diego Polito